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Operación surf (+Video de Razones de Cuba)

Operación surf (+Video de Razones de Cuba)

Las redes clandestinas y las conexiones ilegales a Internet, parte de un plan subversivo contra la Isla que ya la CIA ha aplicado contra otras naciones. La historia que hoy se revela es obra de mujeres y hombres de la Seguridad del Estado quienes, junto a protagonistas del pueblo como el joven cubano Dalexi González Madruga, confirman que los propósitos de los enemigos de la Revolución siguen siendo los mismos: destruirla.

Sentado a la entrada del pequeño puentecito que lleva a El Cayuelo, Dalexi González Madruga volvió a repasar las claves que debería dar cuando llegara el desconocido: una anunciada presencia que la noche anterior le había intranquilizado el sueño.

Hacía rato eran pasadas las 12, y el sol le daba de lleno en el rostro. Le habría gustado estar allí como los otros, disfrutando la competencia de surf que alborotaba esa parte del litoral habanero antes de llegar al poblado de Santa Cruz del Norte, justo en el camino hacia Matanzas. Pero no debía olvidar las palabras «mágicas» para cuando el tipo se le acercara.

Llevaba puesto, como le habían indicado, un pulóver blanco, le había advertido poco más o menos Marcos, el amigo del barrio que hacía algún tiempo residía en España y lo había metido en aquello, casi sin contar con él. «Lo importante es que sea blanco el pulóver», insistió.

Todo había empezado en enero de 2007, hacía alrededor de un año. Entonces, Marcos solo le anunció que iría un amigo a verlo. «Atiéndelo, que viene a “ayudar”». Se preguntó para sus adentros en qué podría auxiliarlo un extraño.

Pensó que sería otra de las cosas de Marcos, tan cambiado desde que vivía en España, según lo que contó, dedicado a la onda de los celulares. Últimamente, casi solo eso, la devoción de ambos por la tecnología y los negocios, mantenía su amistad.

A Dalexi nunca se le ocurrió que Marcos le fuera a enviar a un tipo tan raro como aquel que tocó a su puerta.

Todo fueron preguntas extrañas desde que llegó Robert Guerra, como se le presentó, sin miramientos, el visitante. Lo primero que llamó la atención de Dalexi fue que le preguntara «si desde su azotea, en una loma de la Víbora, se divisaba la Sección de Intereses de Estados Unidos». Ya eso no le gustó.

Por si acaso, él creyó que dejaba bien sentadas sus cartas credenciales cuando le espetó que no. «Lo que se ve muy bien desde mi azotea es la Embajada Rusa», le respondió, tajante.

Pero Guerra no entendió… o eso no le bastó. Hablaba claro y fluido el español aunque tenía acento extranjero y Dalexi se sintió tan abrumado por la trascendencia inquietante de su diálogo que ni siquiera le preguntó la nacionalidad. Pronto se dio cuenta que detrás de esa visita había algo más que cuestiones puramente técnicas.

La conversación estaba atravesada por dobleces que no pasaban inadvertidos para un ingeniero en telecomunicaciones como él.

Sin cortapisas, tanto Guerra como Marcos le confiaron que antes habían recorrido varios hoteles comprobando cómo eran los sistemas de conexión inalámbrica a Internet porque estaban realizando un estudio, lo que le despertó más sospechas tratándose, como era el caso, de un extranjero con pinta de turista. ¿Qué tanto, y por qué le interesaban al hombre aquel cómo «navegaban» los cubanos?

Después fue su insistencia en hablar sobre la manera de conseguir fácil acceso a Internet que, ¡claro!, es el sueño de cualquiera y mucho más en un país como este, rodeado por cables submarinos que posibilitarían a la gente una fácil y rápida salida al ciberespacio, pero cuyo uso Estados Unidos le tiene vedado por una razón que data ya de cinco décadas: el bloqueo.

Sin embargo, eso fue solo una suerte de manzana de la tentación. La puntita del pie de Guerra bajo un faldón lleno de intenciones aviesas, que se podían materializar instalando todos aquellos programas que le entregó a Dalexi en CD, plugs, navegadores y otros medios de lo más avanzado en software, sin que el joven se los pidiera.

Lo dejó atónito su persistencia con aquello de que «aprendiera a establecer redes de comunicación entre dos o más edificios por si “ocurría algo” y era menester mandar alguna información»; podría decirse que a Guerra lo obsesionaba ese tema. Lo enseñó a entrar a sitios de la web sin acceso desde las conexiones nacionales, haciéndolo desde un servidor en el exterior. Además, nadie lo podría detectar.

También era notorio su deseo de mostrarle la forma de encriptar mensajes. Incluso, le dejó un disco con aplicaciones capaces de emitir textos que en las ondas cibernéticas se transmitieran como algo similar al ruido. Así serían muy difíciles de identificar.

La inclinación de Robert Guerra por lo secreto se abría ante Dalexi, por el contrario, como una revelación. Le lanzó una nueva carnada cuando mostró su celular: una creación de los servicios de inteligencia alemanes que en ese momento acababa de salir al mercado, y cuyo atractivo mayor era que desde él podían enviar mensajes cifrados, igualmente en claves no detectables de manera común.

Evidentemente, Marcos ya había pactado con Guerra cómo meterlo a él en un trabajo sucio que no le fue propuesto de forma concreta, pero para el cual le dejaron todas las herramientas… además de la sugerencia.

Desde luego que no hizo nada. Solo comentó sus preocupaciones con alguien que las podía despejar ¿Acaso habrían pensado Marcos y Robert Guerra que el hecho de trabajar «por la izquierda» presuponía que él podía hacer algo en contra de su país?

Como le instruyeron a partir de este instante, le dio cordel al extranjero y a Marcos para ver adónde avanzaban. Su vecino llegó a proponerle, más bien a imponerle, una recepción ilegal.

Marcos, quien ya había retornado a España, le pasó un correo donde le mandaba ir urgentemente a una localidad remota en Baracoa, al otro extremo de la Isla, a recoger unas antenas. Lo que más le sorprendió fue comprobar después que la descripción hecha por Marcos de aquel sitio intrincado por donde, le advirtió, «no pasa una puta alma», coincidía con la realidad. Pero de entrada se negó a hacer un viaje tan largo y peligroso.

Bañado por el tibio sol de marzo de 2008, ahora se encontraba en medio de una competencia de surf frente a El Cayuelo, parado en una punta del puentecito con visos de desembarcadero. Por ahí llegaría el envío. El nuevo «turista» sabría que él era el hombre en cuanto lo viera con el pulóver blanco.

No pasó mucho tiempo antes de que el sujeto emergiera entre los surfistas. Recorrió de varias zancadas los 50 metros aproximados del paso construido con maderas viejas sobre el mar, y se detuvo junto a él. Era el organizador de la competencia, que promocionaba una página web. Atlético y rubio, tenía el prototipo y el nombre de un estadounidense salido de un estudio de Hollywood: «Barry».

Las claves que los identificarían también parecían cosas de un filme de espionaje, si no fuera porque el fornido émulo de James Bond que le mandaron, estaba muy nervioso. Evidentemente, sabía que hacía algo ilegal.

«¿Cómo está el surf al sur de Francia?», preguntó rápido, con evidentes deseos de terminar pronto. Era la pregunta esperada. Dalexi le respondió con la contraseña apropiada, y no hizo falta más.

Fueron hasta el pequeño microbús aparcado a unos metros, y Barry le entregó las cuatro antenas satelitales, camufladas como tablas de surf, junto a una verdadera. Muy buen sistema para engancharse al flujo ilícito a Internet. Con una antena, cada usuario podría conectar a varias personas para formar aquellas redes que obsesionaban a Guerra.

Espionaje y subversión

Lo que Dalexi ignoraba en un principio era que la estrategia enemiga intenta minar desde adentro y, al propio tiempo, hacer ruido con las mentiras afuera. El establecimiento ilegal de redes clandestinas en Cuba pretende conformar un sistema de comunicación paralelo y al margen de las instituciones y sus autoridades, que sea capaz de «levantar» al pueblo de Cuba, en tanto consigue apoyo en el exterior mediante las campañas que satanizan a su Estado.

No es algo inventado por un novato. Es un modo de hacer escrupulosamente estudiado por los servicios de inteligencia estadounidenses, y probado ya con buenos resultados en las llamadas revoluciones de colores en algunos países del Este europeo y en Irán. Así se propaló el cuestionamiento al triunfo de Mahmud Ahmadineyad tras las elecciones del 12 de junio de 2009, y se soliviantó a la ciudadanía convocándola a manifestarse, mientras se presentaban esas protestas ante la opinión pública internacional como expresiones de descontento «espontáneas».

Más recientemente ese modo de actuar se evidenció durante los levantamientos populares en algunos países de Oriente Medio y el Norte de África.

Por añadidura, el afán de revertir la Revolución Cubana mediante la subversión también es antiguo y cuenta con muchos fondos. Los hechos no son aislados, van cambiando los instrumentos, pero objetivos y métodos son los mismos.

Una de las principales sufragantes es la USAID (la mal llamada Agencia para el Desarrollo Internacional), cuya  sección latinoamericana está a cargo de Mark Feierstein, un supuesto especialista en sondeos de opinión que actuó como jefe de proyecto de la Fundación Nacional para la Democracia (NED  por sus siglas en inglés) en Nicaragua, en los años 90 y, en el 2002, asesor de la campaña presidencial del boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada, refugiado en Estados Unidos porque está acusado en su país de la masacre de 63 campesinos en el año 2003.

Hoy, exactamente como ayer bajo Bush, la USAID sigue siendo el dispositivo multimillonario para agredir e intentar desestabilizar, fragmentar, y anexar a la Isla. Desde su creación, poco después del triunfo de la Revolución, hasta ahora, nunca ha dejado de ser la cara visible de la inteligencia yanqui.

Una auditoría interna a su Programa Cuba, en septiembre de 2007, revelaba que desde 1996, había concedido subvenciones por 64 millones de dólares a unas 30 entidades contratistas.

Los informes publicados ulteriormente revelan que por medio del anexionista Plan Bush fueron concedidos alrededor de 140 millones de dólares. Eso, sin contar el dinero asignado en partidas secretas.

A pesar de la reconocida ineficiencia de sus contratistas, la USAID informó al Congreso y al Gobierno que, en los años anteriores al 2008, logró infiltrar en Cuba «más de 80 expertos internacionales», además de entregar diez mil radios de onda corta; dos millones de libros subversivos y otro material «informativo». Fue el antecedente inmediato a la agresión cibernética.

Hoy, la USAID se jacta abiertamente de dar «apoyo a las actividades de extensión de la SINA en La Habana»; de brindar «programas de acceso a Internet», y reconoce introducir en el país «dinero, computadoras portátiles de última generación y otros medios de comunicación».

Para eso emplea vías «directas e indirectas», entre ellas las remesas, emisarios (mulas), y las embajadas y diplomáticos «de terceros países» además del otorgamiento de premios internacionales a blogueros mercenarios.

La lectura de todas las informaciones que rodean las agresiones de la USAID contra Cuba revela una larga sucesión de actividades ilegales que van desde los subsidios a ex oficiales de la CIA o a auténticos terroristas, hasta el tráfico de material electrónico de última generación, actual obsesión de la agencia.

La práctica sucia de utilizar Internet para la intervención política viene perfilándose desde hace algunos años, con una tendencia en aumento a partir de las recientes medidas anunciadas por la administración de Barack Obama, quien heredó de George W. Bush la decisión de redirigir los financiamientos para la subversión contra Cuba, en el ámbito de las telecomunicaciones.

El falso filántropo

No era exactamente un benefactor desinteresado el visitante con perfil de negociante extranjero que se había aparecido en casa de Dalexi González, dejándole como regalo un maletín lleno de programas de informática. Su dossier, desconocido para el joven cubano, estaba demasiado cargado como para que aquel, al menos, no lo olfateara.

Robert Guerra es nada menos que el actual jefe del plan de agresión cibernética de Freedom House, la misma organización CIA que desde hace varias décadas encubre operaciones de inteligencia contra Cuba, con financiamiento de la USAID y por medio de la NED. Un plan creado por el Centro para una Cuba Libre (Center for a Free Cuba), del agente CIA Frank Calzón.

El 19 de abril del 2010, fue Guerra quien usó de la palabra como experto de Freedom House en el evento organizado por esa organización junto con el Instituto George W. Bush, convocados por un tema sugerente: el Movimiento Global de Ciberdisidentes, un producto propagandístico concebido y manejado por la CIA.

Entre la veintena de otros personajes incluidos en los paneles estuvieron Jeffrey Gedmin, el capo de Radio Europa Libre/Radio Libertad —dos antenas CIA con largo historial subversivo—; Daniel Baer, asistente Secretario de Estado para la Democracia, los Derechos Humanos y el Trabajo; Peter Ackerman, especialista de la subversión en Europa Oriental; el colombiano Oscar Morales Guevara, asociado al Programa de Libertad Humana del Instituto George W. Bush; así como varios mercenarios de la agresión cibernética librada por Washington en el mundo entero.

Guerra tiene una hoja de servicios bastante característica de muchos personajes identificados con los servicios de inteligencia norteamericanos.

Realizó estudios en universidades como la canadiense University of Western Ontario, de London, Canadá, (1984-1988) y la Universidad de Navarra, en Pamplona, España, (1991-1996), donde estudió Medicina, una profesión que no ha ejercido, aunque hizo una incursión en el mundo de la Salud.

Pero enseguida se orientó hacia la informática, y creó en el curso de varios años una red de firmas que aparecen y desaparecen; sin embargo, todas vinculadas con los temas que conformarían su actual especialidad.

Para ello se construyó poco a poco una imagen híbrida de especialista de los «derechos humanos» vinculado a la informática. Se convirtió en experto del uso subversivo de Internet y de la seguridad en las redes hasta, curiosamente, el manejo de «riesgos» en las comunicaciones; la censura, el llamado cibercrimen, y en los métodos para encriptar información, es decir la codificación de los mensajes.

Según las necesidades de sus tareas del momento, creó entidades reales o fantasmas hasta fijarse en Privaterra, una «empresa canadiense» con la cual se apareció en La Habana. Privaterra se definiría luego como «un proyecto de Computer Professionals For Social Responsibility, una organización no gubernamental sin fines de lucro, creada en 1982, cuya base se encuentra en Palo Alto, California, Estados Unidos de América».

En los últimos años, Guerra ha participado en numerosas conferencias internacionales, siempre sobre estos mismos temas, y se vinculó a ONGs o seudo ONGs y «fundaciones» que llevan la marca inconfundible de los servicios estadounidenses. Logró, incluso, introducirse en la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información-CMSI (ONU) como «asesor» de la delegación canadiense.

Se quitó la máscara en abril del 2009, cuando —ya como jefe de la subversión informática de Freedom House— hizo declaraciones públicas difamando groseramente de media docena de países, todos opuestos a la potencia hegemónica de Estados Unidos en la web, entre ellos China y Rusia.

Pero es contra Cuba que reserva sus calumnias más sucias. Afirma que este es el país donde la situación es «más desastrosa» a escala del planeta, porque prácticamente nadie en la Isla tiene acceso a Internet, donde «el uso de la red es reprimido ferozmente con leyes crueles» y demás argumentos regularmente difundidos por los servicios norteamericanos.

Como es lógico, nunca menciona las medidas tomadas por Washington para prohibir a Cuba el uso de equipos y softwares de última generación y las redes de fibra óptica que rodean la Isla, lo que la obliga a recorrer costosísimas conexiones por satélite.

Navegar oculto

Se acusa a nuestro país de negar el libre acceso a Internet, sin embargo para muchos es casi desconocido que la lenta conexión del país al ciberespacio no se debe a una disposición del Gobierno cubano, sino a una cláusula de la guerra económica que por casi cinco décadas pende sobre la Isla y que imposibilitaba el acceso a la red controlada por Washington.

Fue a partir de 1996 que se pudo contar con navegación internacional, pero con un condicionamiento político: forma parte del paquete de medidas de la Ley Torricelli, de 1992, para «democratizar la sociedad cubana».

Según la legislación —que aún sigue vigente— cada megabits (rango de velocidad de conexión) contratado a compañías norteamericanas, debía ser aprobado por el Departamento del Tesoro; además, estableció todo tipo de sanciones para quienes favorecieran, dentro o fuera de Estados Unidos, el negocio electrónico o el más mínimo beneficio económico de la Isla por este concepto. De manera que toda la conexión desde aquí se efectúa por satélite, lo que implica más lentitud y que sea cuatro veces más cara.

En esta incitación a la ilegalidad se promocionan hasta sitios digitales desde Miami en los que se asegura que son «su garantía para instalar en Cuba Internet», y entre las bondades afirman garantizar un servicio satelital de banda ancha, total discreción y confiabilidad, pues dicen que el «sistema no es detectable y el plato puede ser camuflado fácilmente», y que los clientes «podrán navegar abiertamente sin restricciones, ver por cámara a su familiar, usar skype, montar redes Wi-Fi hasta 20 computadoras por sistema y conectar llamadas».

Nuevos métodos, estrategia vieja

Desde que los milicianos derrotaron en 1961 a los mercenarios en Playa Girón, los tanques pensantes de Washington supieron que no resolverían el problema cubano al estilo de la clásica agresión militar. La única manera de acabar con la Revolución naciente eran las actividades encubiertas. Terrorismo y subversión. Que fueran los propios cubanos los que acabaran con eso desde adentro. Así lo recogía el llamado Plan Mangosta.

Primero fue la oficialización del bloqueo como una política de asfixia que ya ellos habían iniciado desde el mismo año 1959, cuando congelaron el dinero de Cuba en los bancos estadounidenses y le quitaron la cuota azucarera. A eso le sumaron el racimo de diversas legislaciones que prohíben cualquier transacción comercial hacia Estados Unidos de productos que tengan algún componente cubano, y viceversa. Es una verdadera guerra económica que castiga a terceros desde que la ley Helms-Burton internacionalizó la obsesión de los yanquis. Una política que flagela al pueblo cuya «libertad» y «democracia» dice defender. Se le niega no solo lo último en medicamentos, sino también se entorpece a su Estado el acceso a un servicio de información y comunicación casi indispensable para cualquier ser humano.

En los últimos tiempos, la CIA busca proveer de las conexiones a Internet a los cubanos que ella selecciona, en función de sus intereses de inteligencia, a la usanza de las mejores acciones encubiertas.

Al tiempo que las campañas mediáticas, voraces, satanizan al «régimen cubano», aquellos planifican que algo tan noble y útil como la red de redes sirva para instrumentalizar una operación desestabilizadora que dé al traste con el Gobierno de «los Castro».

Si en los años 70 y 80 del siglo pasado un mensaje cifrado tenía que ser emitido en clave morse o mediante una radio de onda corta entrada ilegalmente, ahora no hacen falta esos entuertos. Basta con aplicar algunos de los programas entregados por Robert Guerra a Dalexi.

Por otra parte, los agentes encubiertos de hoy están entrando al país como él y Barry: turistas con gorras y pulóveres coloridos, portando bajo el brazo una antena disfrazada como una inofensiva tabla de surf.

La patria no tiene precio

Todavía después de lo del Cayuelo, Dalexi González recibió nuevas encomiendas. Le orientaron recoger algunos aditamentos que faltaban a las antenas al céntrico Puente Almendares, donde los encontraría en una bolsa negra de nailon aparentemente abandonada. Ya no se pudo negar, así que acudió, buscó y rebuscó arriba y debajo del puente, entre los matorrales: pero no había nada allá. Luego supo que las cosas fueron enviadas con otra turista, también estadounidense, nombrada Margaret… quizá una emisaria de Robert Guerra.

Si algo estuvo claro para Dalexi desde el comienzo, era que Marcos tenía un fuerte sustento financiero detrás. Velaba porque cualquier gasto quedara estampado en un recibo que guardaba cuidadosamente. Aquella gente averiguaba demasiado y gastaba más. Era muy aparatosa su manera de operar. Y desde el momento en que conoció a Guerra, supo que lo querían reclutar. Todo funcionaba así, como un thriller de espionaje para el cual lo probaron varias veces.

«Según se desarrollaban los sucesos, pronto me di cuenta que me querían utilizar y, simplemente, no me iba a prestar para una actividad de ese tipo. Entonces me convertí en Alejandro para el enemigo, y en Raúl para la Seguridad de mi país».

Cuba no está en contra de la tecnología

Cuba no está en contra  del uso de la tecnología, al contrario. El mundo se mueve a velocidad vertiginosa en esta esfera, pero se requiere orden, control. Montar estaciones de satélite, necesita licencia, explica el ingeniero Carlos Martínez, director general de la Agencia de Control y Supervisión (ACS) del Ministerio de la Informática y las Comunicaciones (MIC). No se trata de una exclusividad de Cuba. Es algo que está estipulado de manera internacional.

Firmada por 189 naciones, la Constitución de la Unión Internacional de Telecomunicaciones es el texto que funge como órgano especializado de la Organización de Naciones Unidas vinculado al tema. Y reconoce en toda su plenitud el derecho soberano de los Estados a reglamentar esta rama.

Por ejemplo, hay países que cobran el servicio de televisión que nosotros brindamos gratis a nuestro pueblo. Hay otros que aplican un impuesto, es su derecho. «Aquí está reglamentado que todos los servicios espaciales llevan licencia», explica Martínez.

Es por eso que la ACS lleva a cabo un trabajo muy serio de detección de estaciones ilegales. En Cuba, el uso del espectro radioeléctrico está legislado por el decreto 135 de 1986.

Pero, específicamente, en relación con los servicios espaciales se emitió el decreto 269 del año 2000, vinculado a las estaciones con acceso a satélites artificiales de la Tierra que «traten de transmisión hacia esos satélites, de recepción, o las dos cosas y en cualquier banda de frecuencia que se empleen».

En el mismo —comenta el funcionario— se norma la obligatoriedad de obtener un permiso que emite la ACS, de acuerdo con determinadas reglas técnicas.

Cuba cuenta con medios técnicos modernos para el enfrentamiento a cualquier tipo de ilegalidad referida al uso de su espacio radioeléctrico. Es una tecnología cara, pero el país ha tenido la necesidad de adquirirla, lo que unido, entre otras medidas, a un cuerpo estatal de inspectores, cierran el círculo a las violaciones.

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