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Chapucerías

Graziella Pogollotti/ Tomado de Granma digital

Desde hace más de setenta años, de casa en casa, a través de mis estaciones por la Habana Vieja y el Vedado, me acompaña la misma repisa, que ha cargado, sin inmutarse, infinidad de pesados volúmenes: una minibiblioteca. El barniz conserva el brillo de entonces. La hizo un carpintero, nuestro vecino en la calle Peña Pobre. No tenía aspiraciones de ebanista, pero el oficio le venía por una tradición familiar, preservada por él y por sus hermanos menores. Ganaba unos pocos pesos, lo suficiente para mantener a la madre viuda y su esposa, nombrada con toda justicia Venus. Trabajaba bien, porque sentía orgullo profesional.

Si la vanidad es defecto deleznable, el orgullo, asociado a la dignidad personal, puede resultar una virtud muy necesaria cuando la falta de profesionalismo asoma por todas partes, tal y como sucede con las escaleras irregulares de un edificio de construcción reciente o en las capas de asfalto que desbordan los contenes de las aceras o imponen a los autos bajar un escalón en el cruce de 17 en el Vedado.

Las causas que contribuyen a la diseminación de la chapucería son varias. Una de ellas se deriva de lo que llamamos "mata y sala", equivalente a ejecutar tareas de manera mecánica, con rapidez, para salir del paso. Los informes carecen de examen analítico, los productos se ponen a la venta sin la adecuada terminación, las soluciones se postergan hasta tener que acudir a un finalismo precipitado, los mensajes se envían sin la necesaria revisión, los trabajos de clase se hacen con el empleo de un "corta y pega" incoherente, el pluriempleo se cumple sin sacrificio del tiempo libre.

El descuido de la educación en el hogar y en la escuela es fuente de desidia con su consecuente repercusión en la conducta chapucera. Ciertamente, los niños nacen para ser felices, lo que no obsta para incorporar desde la infancia la noción de los derechos y deberes correspondientes a cada edad de la vida. Todo lo contrario. El sentido de la responsabilidad individual adquirido desde temprano asegura la relación armónica de la persona con el mundo, una estabilidad gozosa y la conquista del respeto por parte del entorno inmediato. Estudié en una escuela donde recompensaban mensualmente a los mejores alumnos en un acto cívico presidido por la bandera nacional, que aprendíamos a recoger luego cuidando de no someter a doblez la estrella solitaria. Los premios eran simbólicos: Una tira de franela roja por aplicación, una blanca por conducta y una azul por orden personal. Este último aspecto incluía la pulcritud de manos y uñas, el buen uso del uniforme, el cuidado de los libros y la limpieza de las libretas, con los márgenes bien delimitados en cada página y la ausencia de borrones. La presión social contribuía a afianzar el sentimiento de vergüenza ante lo mal hecho y la menor observación cubría de rubor el rostro, orejas incluidas.

La invasión de la chapucería se relaciona también con el deterioro de la conciencia profesional ante la vida y el trabajo. Profesionales somos todos, tanto los científicos de alto nivel, los graduados universitarios, como quienes ejercen los múltiples oficios requeridos en la sociedad moderna. Cada uno es indispensable para procurar el bienestar de todos, para evitar que la jornada se convierta en una peregrinación de la amargura por el chofer que no se detuvo en la parada, el plomero que no reparó debidamente la llave de paso, el burócrata que incumplió con la entrega de un documento, la enfermera que olvidó suministrar un medicamento, el cartero que retuvo la correspondencia, el carpintero que dejó una puerta mal ajustada, el trabajador de comunales que no recogió la basura pestilente, el vendedor de alimentos que no atiende la higiene necesaria. En la mayor parte de los casos se trata de descuidos menores que, pertinaces como la gota de agua en las torturas medievales, terminan por hacer del transcurso del día una peregrinación a través de la amargura.

Por otra parte, la chapucería formalista ha ido resquebrajando progresivamente la conciencia profesional que tiene que construirse en la escuela, en la Universidad, en la vida laboral mediante el reconocimiento a quienes actúan de manera eficaz y responsable. En el plano de nuestros valores morales, se trata ante todo de rescatar nociones de respeto, entendiendo que la consideración por el otro se funda en la conciencia de la dignidad propia. De esa noción de la dignidad propia nace el orgullo del carpintero por el acabado de un mueble, del abogado por su eficacia en la defensa de una causa justa, del maestro ante el éxito presente y futuro de sus alumnos, del campesino al recoger los mejores frutos de su sembradío. Nacemos para ser felices, pero la felicidad duradera dimana de la luz interior que borra las inevitables amarguras que entrega el tránsito a través de la existencia y se fortalece con la satisfacción por haber cumplido del mejor modo la obra de la vida.
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TOMADO DE GRANMA

http://www.granma.co.cu/2012/09/11/nacional/artic04.html

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