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Tierras de fuego (muy moderado)

Tierras de fuego (muy moderado)

El público del patio ha establecido ciertos puentes de comunicación y gusto con Tierras de fuego, y eso es un privilegio bastante raro en los últimos tiempos de nuestros dramatizados

Joel del Río /Tomado de Juventud Rebelde

El consumo de la telenovela contemporánea, cubana y extranjera, está mediado por las maneras en que el espectador acierta a conjugar y articular saberes con el espectáculo mediático. En segunda instancia, el televidente fortalece relaciones sociales, conocimientos y experiencias vitales mientras comparte con sus conocidos opiniones sobre sus horas-pantalla, y comenta el encanto de los intérpretes, las actitudes de los personajes, al tiempo que entra y sale del hipnotismo propiciado por una historia sugestiva y atrayente. El público del patio, por lo menos, ha establecido ciertos puentes de comunicación y gusto con Tierras de fuego, y eso es un privilegio bastante raro en los últimos tiempos de nuestros dramatizados.

Hay que comenzar diciendo que la serie dirigida por Miguel Sosa, y escrita por Ángel Luis Martínez y Yoel Monzón, se aparta muchísimo de los ardores que promete el título. Eso sin contar con que el aparato promocional de la Televisión le echó más leña a un fuego inexistente cuando se empeñó en levantar expectativas inexactas, sobre un producto que presenta virtudes innegables, pero carece por completo —no sé si por suerte o por desgracia— del melodramático incendio y de los delirios pasionales anunciados en los avances y spots. Tengo dudas respecto a la eficacia de ese tipo de promoción que reitera su infundio con el solo sustento de que «una mentira, muchas veces repetida…».

En la práctica, Tierras de fuego ha sido la sacrosanta curita de la discreción y la profesionalidad colocada en la sangrante herida que abrieron anteriores escisiones en ese mismo espacio. Y, además, cuenta entre sus virtudes con el más que frecuente y casi siempre acertado trabajo en exteriores, el empeño del guion y de la mayor parte de los actores por incorporar giros, refranes, acentos y expresiones que consiguen, con altibajos, el verdadero milagro de la naturalidad.

Yo me creo esos guajiros y guajiras (sobre todo los de mayor edad) cuando conversan o discuten en los mismos términos en que tantas veces los escuché. Y con ello significo que no tengo pensado entrar en la polémica absurda, superficial y bizantina sobre si aquí o allá hay buenos platos o cazuelas de lujo.

Tal vez hubiera sido preciso cuidar algún detalle de la dirección de arte para lograr mayor coherencia y credibilidad, pero, en todo caso, se trata de algunos pormenores cuyo nivel de anacronismo tampoco resulta escandaloso. Molesta que pretendan hacerme pasar por cocina verdadera un lugar equipado con buena vajilla y cazuelas de las caras, pero con unas paredes de tablas surcadas por rendijas enormes. En qué quedamos: ¿tienen posibilidades adquisitivas, o no, quienes se desloman arriba de un surco, o en una vaquería, para hacer que la tierra y los animales proporcionen suficiente alimento? Y si tienen recursos, entonces la pared de las rendijas está de más también en torno a una cama vestida con sábanas y fundas a juego.

Pero cuesta mucho comprender, digerir, o identificarme con esta vida rural en tanto generadora de conflictos en los personajes. Varios documentales creados por el Icaic en los años 60 y 80, o por la Televisión Serrana en fecha mucho más reciente, demostraron la capacidad del audiovisual cubano para mostrar las labores y la vida en el campo en tanto fuente de satisfacciones y angustias. Ahora, apenas percibo los sacrificios enormes, la compleja lealtad, los colosales conflictos que están obligados a enfrentar en su duro trabajo diario los habitantes de Palmarito y Dos hermanas, La Esperanza y La Fortuna, sus fincas contiguas.

Una vez más aparecen los escollos de la superficialidad, o la inverosimilitud, cuando se alude a los problemas internos de la cooperativa y sus relaciones laborales, porque todo ello se torna pincelada en la complicada historia de amor de Ignacio e Isabel, o en la (a veces ridícula) conflagración montesco-capuletiana entre las dos familias rivales.

Cuando el mundo público, laboral y profesional de los personajes se sabe insertar con inteligencia en un dramatizado, puede devenir fuente de impensados conflictos para los personajes, y de conocimiento válido para el espectador. Sin embargo, debemos aceptar que Tierras de fuego jamás será el primer título que venga a la mente cuando se intente pensar en un producto audiovisual que retrate la vida campesina en la Cuba actual, porque ha fallado precisamente la imbricación dramatúrgica eficaz entre lo público y lo privado, entre lo social o colectivo y lo personal o íntimo.

Casi siempre que Isabel está atormentada o irascible, la causa nunca proviene de los quebraderos de cabeza que le suministra su responsabilidad administrativa, sino de la relación mal avenida con Julio, la imposibilidad de perdonar a Ignacio o los problemas de su familia.

Conste que no estoy reclamando ni mucho menos los antiguos métodos del realismo socialista, que sublimaba ridículamente la esfera social del héroe positivo, siempre dispuesto a sacrificarse por sus compañeros. Se trata de aprender, o más bien de reincorporar a los guiones ciertos modos de «telenovelizar» la realidad, la contemporaneidad, sin derivar en la quimera total o la evasión enajenante. Porque al parecer hemos olvidado que en este país no solo nació la telenovela clásica (es inútil seguir llorando por la ausencia de productos con el corte de El derecho de nacer, Sol de batey o Tierra brava), sino que también se produjeron series muy valiosas, en cuanto a su saldo con el verismo, que se las ingeniaron para manejar algunos códigos del melodrama y al mismo tiempo se empeñaron en representar algunos de los grandes problemas del presente.

En cuanto al panorama sobre la Cuba actual que describe Tierras de fuego, hace falta bastante paciencia y tolerancia del espectador para aceptar esa división maniquea entre los corruptos y viciosos habaneros (aburguesados, blandengues, jineteros) y el campo, representado cual reservorio de todas las virtudes, del trabajo honrado o la inocencia virginal. No me extrañaría que Ignacio se quedara en Palmarito y renunciara a su frívola esposa habanera y optara por la aguerrida Isabel. Y si bien estoy de acuerdo en que esquemas, soluciones traídas por los pelos y políticas de blanco-negro le son inherentes a la telenovela, me permito recordar que nuestras tradiciones audiovisuales han probado con suerte a pulsar el abanico de la telenovela, y de la serie dramatizada con tema contemporáneo, desde los rigores y complejidades de historias más incisivas y verosímiles.

Seguramente estoy exagerando en mis reclamos a Tierras de fuego. Porque capítulo a capítulo me pesa lo buena que pudo ser y todo lo que se escapó entre edulcoraciones intragables, naturalismos forzados y excesos sin justificación.

En el plano de las actuaciones, la pareja protagónica, Kristell Almazán y Laura Moras, cumplen con discreción y sin estruendos, lo cual es bastante, en un elenco de actores y actrices donde mayorean los muy jóvenes, y entre los cuales se perciben agudos desniveles de destreza y entrega. A veces se ven francamente desmandados, improvisando, espetando el texto sin ninguna emoción ni convencimiento.

Carlos Luis González, de nuestros más prometedores y arriesgados actores, le aplica a su Julio cierto hieratismo flemático, una manera de hablar inarticulada, y una socarronería que no ayudan a defender su personaje por muy miserable que sea. Julio claudica no solo con la indignidad y la mentira, es simplemente desagradable, sin carisma. En ese acápite, Félix Beatón nos regala un malvado de antología, de lo mejorcito en términos histriónicos que puede verse en la televisión producida en Cuba hoy por hoy. También la Mérida Naranjo de Beatriz Viña se cuenta entre los esfuerzos más loables y espectaculares, aunque a veces la actriz adopte poses farsescas que desentonan un tanto con el conjunto. Pero la palma se la llevan dos actrices que ejecutaron un bordado cuidadoso de gestos, tonos e intenciones interpretando a las madres de las familias rivales. Ambas sobresalieron por el dominio del personaje y por saber entregar los matices e intenciones de cada escena.

Con todo lo que pueda señalársele en contra, Tierras de fuego representa la salida de un hoyo profundo, y por lo tanto habrá que reconocerle su voluntad de ascenso, de mejoría, de sencillez reparadora. Y aunque la representación artística del sudor y el sacrificio quede a veces en la insinuación, el bocadillo fácil y la exterioridad, hay virtudes innegables, hay trabajo serio y bien intencionado en todos los rubros, hay un colectivo de gente con talento y deseos de trabajar luchando por echar adelante una idea válida. Y al final eso es lo que permanece, como sugiere la frase final de la muy hermosa canción tema: «cuánta luz hay que entregar para germinar…».

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