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Diana:la peculiaridad de una mirada

Diana:la peculiaridad de una mirada

En un amplio artículo publicado en el semanario Trabajadores, el crítico de TV Yuris Nórido afirma que no estamos ante una puesta en pantalla convencional.  Tele y Radio le invita a su lectura.

Diana:  la pecualiaridad de una mirada

Una teleserie como Diana (Cubavisión) no puede ser monedita de oro. Por varias razones. La primera: no estamos ante una puesta en pantalla convencional; segunda: el realizador se zambulle en la más inmediata realidad, asumiéndola como instancia dinámica y compleja; tercera: el discurso es personalísimo, con toda intención rehúye las generalizaciones.

No tenemos a mano datos de audiencia y niveles de satisfacción, pero a juzgar por los comentarios de pasillos, paradas y mostradores, a no poca gente la propuesta le ha parecido insólita, demasiado compleja, parcial, insufrible incluso. En el otro extremo, por supuesto, están los que la consideran renovadora, valiente, reflexiva, o por lo menos interesante.

Esa podría ser, de alguna forma, una de las virtudes de la serie: da de qué hablar, para bien o para mal. Hemos sido espectadores de demasiados productos anodinos, intrascendentes; estimula encontrar de cuando en cuando algo contundente, aunque no comulguemos del todo, aunque no comulguemos en nada.

Partamos de un hecho: a este redactor le gusta Diana. Le parece una obra inspirada, sincera, enjundiosa.

Lo entretiene y lo deja pensando. Lo emociona por momentos, le hace reír e incluso llega a incomodarlo.

Pero también puede comprender las razones por las que una teleserie de esta naturaleza puede sacar de sus casillas a buena parte de la teleaudiencia.

Nos hemos referido una y otra vez al tema: al televidente no le gusta que le pasen gato por liebre.

Ni siquiera le gusta que le pasen faisán por liebre.

A la hora de la telenovela, espera una telenovela, quiere ver una telenovela. Un producto que dinamite las reglas del juego, como es el caso, puede resultarle contraproducente.

Rudy Mora ha sido víctima de las circunstancias.

Ha recibido críticas que muy probablemente se habría ahorrado si su teleserie hubiera sido programada en otro espacio.

No hablamos de los señalamientos que con mayor o menor justicia, con toda la subjetividad del mundo, pudieran hacerse sobre el nivel de realización de la obra, su dramaturgia, la calidad de las actuaciones, la intensidad dramática; no hablamos, ni siquiera, de los comentarios que amerita la particular visión de la realidad que ofrece la serie. Nos referimos a la inconformidad de cierto público con los presupuestos de la puesta, con su vocación experimentadora, sus marcas de autor… Son elementos que no definen ni garantizan la calidad de un producto, pero que inciden necesariamente en su recepción.

Podrá parecernos reduccionista que algunos televidentes no admitan a esa hora, en ese canal, propuestas que se salgan demasiado de los moldes del tan llevado y traído folletín. Pero es un hecho. Y la televisión debe saber cuáles son los riesgos.

Mientras tanto, algo no deja de ser contradictorio: muchas de las encuestas divulgadas por el Centro de Investigaciones del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) apuntan a que la gente prefiere que los dramatizados nacionales aborden los aspectos más polémicos de la realidad.

Aquí están abordados. Sin embargo, a muchos les parece ahora demasiado descarnado el acercamiento.

Afirman, con sus razones, que a esa hora buscan entretenerse, “relajar”, y no abrumarse con los problemas del día a día.

Así de complejo es el panorama al que se enfrenta un realizador cubano. Demasiadas y disímiles, por momentos encontradas, son las expectativas.

Con todo, Rudy Mora ha salido airoso del reto.

Y la clave ha estado en la honradez y la seriedad de su acercamiento a la cotidianidad, asumido desde una perspectiva decididamente realista. Podremos coincidir o no con su visión, pero debemos respetar su derecho a seleccionar, jerarquizar, otorgar matices, recrear… La teleserie no pontifica, propone. No asume una actitud moralizante, didáctica; ofrece un retrato válido, humano, genuino.

El viejo debate sobre los límites entre realidad y ficción (un debate hasta cierto punto artificial, de sobra sabemos cuáles son los ámbitos de una y otra) podrá ser esgrimido por defensores y detractores: ¿hasta qué punto es legítimo presentar como “la realidad” determinados puntos de vista de un creador? Nuestra respuesta es sencilla: hasta dónde le permitan la solidez de sus argumentos, hasta el punto en que convengamos en que se trata, precisamente, de “su” visión del mundo, que puede o no ser la nuestra.

Desde una perspectiva formal, Diana es un ejemplo de dramaturgia eficaz, de libreto bien pensado.

Nos parece, eso sí, que a la historia le hace falta más distensión: el itinerario de los personajes está demasiado cargado de accidentes. Hay capítulos en que no se sale de una bronca para entrar en otra. Se extrañan momentos de sosiego y armonía, aunque sean los necesarios para preparar una nueva e inquietante peripecia. Esa espiral siempre creciente de conflictos mantiene al espectador en vilo, pero también puede llegar a abrumarlo.

Contra la opinión de algunos, nos parece que la historia admite —e incluso, por momentos, exige— la peculiar manera en que está contada. Esa estética de Mora, marcada por influencias bien asimiladas del video clip y otros géneros, por el aparente descuido de ciertas tendencias fotográficas, otorga una atmósfera compleja y sugerente al argumento, lo complementa y le reafirma la sensación de constante caminar sobre la cuerda floja, de habitar en los bordes de un volcán. La visualidad asume aquí, en ocasiones, el rol del texto.

Pero ojo, porque precisamente ahí radica uno de los peligros: la sobreexposición de ciertos recursos

—barridos, desenfoques, inestabilidad de la cámara, el aparente desgobierno de los planos y la edición—, que se estandarizan y pierden contundencia expresiva. O lo que es peor: pueden llegar a parecer accesorios, retóricos, casi dadaístas…

Afortunadamente, el director mantiene el pulso y nos sorprende aquí y allá con ingeniosos planteamientos visuales, que se amoldan como guantes a las situaciones e, incluso, las enriquecen.

Es el caso, también, de la banda sonora, no exenta de ciertos excesos —en ocasiones resulta desproporcionada su “emulación” con los diálogos—, pero que en sentido general acompaña con originalidad todo el entramado dramático. (Queremos creer, por cierto, que los desbalances con el sonido de determinados capítulos obedecen a cuestiones técnicas y no a una vocación de experimentar).

Uno de los platos fuertes de Diana es su nivel actoral. La escasa producción nacional nos ha acostumbrado a que cada nueva serie reúna elencos de calidad, pero no siempre se logra balancear los desempeños. Aquí, sin embargo, casi todos los actores defienden contundentemente sus personajes, gracias en buena medida a la bien lograda caracterización y a la verosimilitud de los diálogos y situaciones.

Destacan, por supuesto, los consagrados. Qué suerte la de Rudy Mora: poder reunir en una misma escena, por ejemplo, a “monstruos” como Raúl Pomares, Verónica Lynn, Corina Mestre, Isabel Santos y Broselianda Hernández. Todos ofrecen clases magistrales de organicidad y comprensión de sus roles. Fernando Hechevarría logra conjurar todos los peligros de representar a un personaje tartamudo, demasiado proclive a la caricatura. Aurora Basnuevo confirma sus credenciales como actriz dramática —por considerarla solo una excelente comediante, algunos no le han permitido lucirse a plenitud en otros registros—.

Y qué decir del inmenso Manuel Porto, a quien bastó solo un capítulo para entregar una actuación memorable.

Como lo hizo hace algunos años con Doble juego, Rudy Mora marca otra vez pautas en el dramatizado cubano para la televisión. Estamos ante un producto polémico, pero sería mezquino negarle trascendencia: no es esta una producción de “matar y salar”, como tanto bodrio que lamentablemente hemos sufrido. Hay aquí pretensiones, búsqueda, arte… Hay compromiso y riesgo. Hay confianza en las potencialidades de un medio que muchos realizadores menos talentosos que Mora miran con ojeriza y superioridad.

No se puede pretender que una obra con estas características complazca a todo el mundo. Es más, eso de que hay obras —de cualquier índole— que satisfacen a todos es un gran mito. Ni siquiera las que asumimos como clásicos indiscutibles tienen esa capacidad. Ni falta que hace.

Fuente:  Yuris Nórido.  Semanario Trabajadores.

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