Centenario de Arsenio Rodríguez: El sueño de una vida
Parecía un buda negro, con el tres acomodado sobre el pecho y los ojos ausentes detrás de los espejuelos oscuros. Hasta que comenzaba a tocar. Entonces se transformaba, transfiguraba el sonido, sacaba chispas del instrumento y subía y bajaba por la cadencia del son, y frenaba aquí y aceleraba allá, preciso en los acentos. Eso cuando no le daba por adentrarse en las brumas de la melancolía de los boleros.
¿Cómo sería Güira de Macurijes cuando nació unos dicen que el 30 y otros el 31 de agosto de 1911, como él mismo daría fe en la inscripción de nacimiento asentada en el Registro Civil casi tres décadas después con el sonoro nombre de Ignacio de Loyola Travieso Scull? ¿De dónde viene la historia del apellido Rodríguez, que comenzó a utilizar en Güines al integrar el Septeto Partagás a los 16 años de edad, dado que su padre era conocido como Bonifacio Travieso y consta así en los archivos de los veteranos de la Guerra de Independencia de 1895?
Fechas más o menos, nombres y apellidos que se entrecruzan, no tienen la mayor importancia. Para la música, para la cultura cubana, para su irradiación por el mundo, le bastó ser Arsenio Rodríguez. Importa, eso sí, saber que en Güira de Macurijes, un punto de la geografía matancera, la mayoría de las familias descendía de esclavos congos, de tradición cimarrona, y que en Güines, localidad de la llanura habanera, adonde emigró a corta edad, se mezclaban durante las primeras décadas del siglo pasado los sonidos de las músicas populares rurales y urbanas en las prácticas cotidianas de sus más humildes habitantes. Los sones llegados del Oriente y los toques sagrados de los ancestros alimentaron el talento del muchacho que perdió la visión en 1918, a consecuencia de la pateadura de un caballo, aunque cabe la duda acerca del padecimiento de una enfermedad degenerativa congénita, puesto que su hermana Estela también quedó ciega antes de la tercera edad.
En Güines su tío Catalino Scull lo introdujo en el mundo de la percusión y un amigo de la familia, Víctor Feliciano Cárdenas le entregó la primera guitarra y el primer tres. El resto, con su enorme talento y su proverbial musicalidad, lo puso el propio Arsenio.
Tras el ciclón del 26 se instaló en Marianao. Ya ha decidido vivir para la música. Ingresó en el Sexteto Boston como tresero, pasó al Bellamar, hasta que en 1940 estableció su propio conjunto y comenzó a ascender a la gloria.
En esa década, Arsenio revolucionó el son. Aunque no fue el primero en ampliar el formato tradicional sonero con piano y tumbadora —esto último algo insólito en una época donde se consideraba el uso de este instrumento como una intromisión de negros de solar—, fue el que consagró el perfil de este nuevo tipo de conjunto.
Hay que escuchar a Rubén González o Lilí Martínez Griñán en el piano, a Marcelino (Rapindey) Guerra en la guitarra, a Rubén Calzado, Benitín Bustillo, Chocolate Armenteros o Félix Chappotín en las trompetas, a Papa Killa en el bongó, a su hermano Quique Rodríguez en las tumbadoras y las voces de Miguelito Cuní, René Scull y Pedro Luis Sarracén para entender de qué estamos hablando.
Paralelamente fue engrosando un repertorio con el que dio un salto hacia delante en la cristalización del son montuno mediante la asimilación del legado de los cantos rituales y profanos de origen congo.
Entre sus más de 200 composiciones resaltan temas que han devenido clásicos como Bruca maniguá, El guayo de Catalina, Dame un cachito pa’ huelé, 72 hacheros para un palo, Mami me gustó, Lo dicen todos, No puedo comer vistagacha, Tumba palo cucuyé, Fuego en el 23, Yo no engaño a las nenas y Tribilín cantore.
Conocido y reconocido en Estados Unidos desde finales de los 40, en la década siguiente Arsenio pasó a vivir allí, donde influyó notablemente en el desarrollo de la música latina.
Uno de sus primeros viajes a la nación norteña, donde mantuvo un largo contrato con la RCA Víctor, se debió al intento de recuperar la visión. Pero un prestigioso cirujano le dijo que era imposible restaurarla, debido a que el nervio óptico se hallaba irremisiblemente dañado. Fue entonces que compuso quizá el bolero más desolador de cuántos se hayan escrito en la cancionística cubana, Nacer y morir, rebautizado como La vida es sueño.
Entre Los Ángeles y Nueva York —el Spanish Harlem— transcurrieron los últimos veinte años de su vida. El declive comercial de los conjuntos no lo arredró. Imaginó lo que podía ser la música cubana con las ganancias del boogaloo y el latin jazz. El musicólogo norteamericano Max Salazar ha contado: "Su última grabación fue Arsenio dice, para el sello Tico, en 1968. En este LP Arsenio parece haber perfeccionado el sonido del swing son en la canción Daddy Give Me Candy, cantada en inglés por Julián Llanos. Consiste en jazz, boogie woogie y son montuno".
Quizás ahora, en medio de los fastos por el centenario de Arsenio, valga la pena repasar esta etapa de su creación. El músico falleció de una neumonía el 30 de diciembre de 1970 en Los Ángeles. Los soneros cubanos y los salseros neoyorquinos y puertorriqueños ya no podrían prescindir de Arsenio.
TOMADO DE GRANMA
http://www.granma.co.cu/2011/08/26/cultura/artic07.html
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