Si a un programa le encajó desde un inicio el lema que introduce las transmisiones beisboleras —“comienza la pasión”—, fue a Sonando en Cuba. Pasiones de punta a cabo, entusiastas simpatizantes y enconados detractores hasta el mismísimo final.
Al evaluar la propuesta, una colega a la que mucho respeto apeló a la simbología empleada en el circo romano para aprobar o desaprobar a los gladiadores: pulgares arriba o abajo, a favor y en contra según el caso. Ella, a nombre suyo y el de una serie de personas más, elevó el pulgar. Creo, sin embargo, que una valoración ecuánime del programa podría llevarnos a situar el indicador en un justo medio.
Expondré, ante todo, cinco argumentos favorables. En primer lugar, el hecho de que la música cubana haya ocupado un plano relevante y acompañase el pulso de las conversaciones cotidianas en espacios laborales y domésticos, con independencia de favoritismos hacia uno u otro concursante o de satisfacciones o reprobaciones hacia la realización del programa. Pareciera esta conclusión demasiado obvia, si no fuera porque en ese mismo contexto sonoro todo lo que se haga por reforzar nuestras señales identitarias debe ser bienvenido. Esto fue lo que animó a Paulo FG, autor del proyecto inicial; al director y guionista Rudy Mora y al equipo de RTV Comercial a involucrarse en la empresa, lo cual redundó en el logro de un segundo argumento: la cercanía a los jóvenes, tanto por la vía de los concursantes como del público potencial.
De manera particular valió la pena concentrar el alcance temático a esa zona de la música popular vinculada al son y sus derivaciones contemporáneas. Si por una parte pudiera entenderse esa decisión como un rasgo reduccionista —¿dónde el bolero, la trova, la canción, la guajira, la guaracha, la rumba e incluso otras especies soneras anteriores?—, por otra facilitaba la nivelación de perspectivas en cuanto a los participantes, además de contribuir a afianzar la legitimación de obras y autores que han puesto a bailar a los cubanos durante el último medio siglo.
A diferencia de otras competiciones foráneas por el estilo, marcadas por rivalidades excluyentes, Sonando en Cuba se caracterizó por estimular un clima de participación constructiva entre todos los implicados en el programa.
En cuanto a la propuesta televisiva propiamente dicha, fue evidente desde un principio la intención de impregnar a la pequeña pantalla de un sentido espectacular atractivo, ese que demandamos para los sábados y domingos por las noches y por largo tiempo inexistente, o frustrado, o interrumpido.
Vivimos en el reino de la imagen y no hay por qué dar la espalda a que la música nos entre además por los ojos. De ahí la preocupación por concebir un espacio de presentaciones con cierto empaque en el manejo de luces, el uso de pantallas y efectos visuales; el vestuario y la imagen personal de los protagonistas, aunque un tanto exagerada en el caso del presentador.
Pero también por ese reino de la imagen comienzan a inclinarse los pulgares hacia abajo. Sonando en Cuba pudo contar con una estructura original, a distancia de la saga de imitaciones que va desde British Idol y American Idol hasta los lamentables epígonos iberoamericanos de reciente data. No se trata de dejar de asimilar experiencias, pero no debemos confundir esto con el calco de fórmulas.
El seguimiento del proceso de selección de los participantes derivó hacia lo rutinario, por lo repetitivo de las acciones y las reacciones y la pretensión de dar un innecesario viso de telerrealidad (reality show) a esas escenas.
La iniciativa de colocar como presentador a un joven actor con resultados ostensibles en ese campo no es, de por sí, rechazable, pero las carencias en el nuevo oficio asumido laceraron el resultado. Sobre todo el uso de muletillas —quedarse “sin palabras”— y un nerviosismo contagioso.
Me hubiera gustado que el jurado estableciera una relación más profesional con los concursantes y el público, y menos emotiva y diletante.
Como también que tanto sus integrantes como el equipo de realización insistiesen en que los nuevos talentos se desprendieran de lugares comunes —“una bulla”, “arriba Cuba”, etcétera— y se trabajara más en un perfil exclusivo para cada aspirante.
Hasta aquí una valoración del programa en su conjunto. La emisión final merece punto y aparte: descontrolada y caótica por momentos, dilatada en extremo, desconsiderada hacia la ganadora del segundo puesto —el tratamiento televisual fue injustamente el de una “perdedora”—; y con algunos elementos rayanos con el kitsch, como la vasija de barro para resguardar la papeleta de la votación definitoria.
Dio la impresión de que nos hallábamos ante lo que alguien calificó como el imperio absoluto del estereotipo.
TOMADO DEL DIARIO GRANMA.CU
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