Joel del Río: Teleserie Diana, estremecido y singular retrato nuestro
Tele y Radio reproduce la crítica final de Joel del Río, en Juventud Rebelde, sobre la polémica teleserie cubana Diana.
Hacer la crítica de una peculiar y polémica telenovela cubana, llamada Entre mamparas (dirigida por Consuelo Elba), fue de las primeras labores placenteras que me tocó en suerte cuando comenzaba a escribir para JR. La defendí a capa y espada, en virtud de la novedad que (creía yo) representaba. Quince años después, más o menos, reafirmo parcialmente mi inclinación natural a sublimar valores como el contraste y la singularidad. Pero desde entonces aprendí a valorar otros matices: que la novedad, el verismo y la pertinencia temática tampoco resultan argumentos suficientes y absolutos para certificar primacías incuestionables. También pude comprobar que el desdén de ciertos estilos o su negación vertical (no a lo evasivo y fantasioso, no al lujo y al confort, no al melodrama y los paradigmas conductuales asociados, no a los arquetipos, no a los cánones de belleza y comunicación establecidos) jamás garantiza, per se, la trascendencia o la excelsitud.
Las virtudes o defectos de Diana nunca deberían deducirse de su comparación con la brasileña Páginas de la vida. Cada una opera con recursos tan disímiles, y apela a zonas tan diversas de la sensibilidad, que compararlas solo conduce a invisibilizar las fallas o virtudes alcanzadas en sus muy diversos e incompatibles registros. Rudy Mora, el director y guionista de la cubana —además de máximo responsable de su altísima calidad histriónica y, en buena parte, de su diseño visual— es uno de los más inconformes, profesionales e innovadores artistas de nuestro audiovisual. Su más reciente y polémica obra vino a ratificarlo, independientemente de que algún crítico, como el arriba firmante, y no pocos espectadores nos hayamos distanciado en uno u otro resquicio de la trama, justo cuando debimos identificarnos por completo, y quedar «enganchados» con este convincente retrato de nuestras zozobras e integridades.
El principal valladar para la comunicación total resultó de una visualidad recargada y no siempre acorde con la dramaturgia. Digámoslo de una vez, para sobrepasar el asunto y no volver sobre ello: los perennes movimientos de cámara, la edición picoteada y tartamudeante, las angulaciones «incómodas» y el sonido barroco, en algunas secuencias parecieron recursos gratuitos, forzados, incluso molestos; alardes que violentaron la regla de oro de la inmensa mayoría de los dramatizados televisivos: mantener la claridad y «legibilidad» de la historia, y la subordinación de casi todos los recursos formales a esa transparencia narrativa mediante la atención detallista al trabajo de los actores. Es como si el director no hubiera tenido suficiente confianza en la eficacia de su guión, o en la prodigiosa habilidad de sus actores, a la hora de comunicar universos íntimos y filiales regidos por el desequilibrio, la fragmentación, e incluso los rencores y el desamor.
Esta es una de las reglas elementales de la televisión, un medio que admite ciertas dosis de experimentación con el lenguaje, mientras no contravengan la apreciación total de las historias, el disfrute del drama o de la comedia, por parte de espectadores siempre ávidos de sufrir y gozar con los reveses y alegrías de sus personajes preferidos.
Si la cámara describe escorzos y maromas «conceptuales», en lugar de acercarnos límpidamente las acciones y reacciones de los personajes-intérpretes, si la edición y el sonido entorpecen, retuercen o complican innecesariamente las más atractivas líneas de acción; si, en fin, la atmósfera visual y sonora provoca un distanciamiento inexcusable e improductivo, estaremos en presencia de una obra televisiva que, en lugar de buscar la comunicación plena con el espectador, se ocupó de entorpecerla con motivos ciertamente indiscernibles.
Quiero aclarar, es preciso subrayar, resulta cardinal expresar, que respeto profundamente la voluntad transformadora y el ánimo anticonvencional del creador indoblegable que es Rudy Mora. Diana no es, de ninguna manera, un dislate merecedor del desdén anulador en cuatro frases sumarias sobre la extrema movilidad de la cámara, la inestabilidad y el rebuscamiento de encuadres y angulaciones, lo inaudible de muchos parlamentos, o la dificultad para identificarse con los protagonistas. Además, habría que despiezar secuencia a secuencia para analizar dónde funcionaron tales recursos, en qué momentos exactos contribuyeron con la atmósfera dramática, y cuándo la manipulación formal devino adorno improcedente, obnubilación innecesaria de la fluencia narrativa, ostentación de códigos que, si bien demarcan un estilo, también introducen reiteraciones innecesarias de sentido o acarrean una afectación bastante inocua.
Una vez que algunos espectadores, y yo, sobrepasamos algunas barreras colocadas por Rudy Mora y traspusimos nuestros propios convencimientos o prejuicios, nos sorprendimos un día, casi sin quererlo, inmersos en la trama, pendientes del destino de los personajes. ¿Quién, entre nosotros, no ha sentido alguna vez que «la suerte ya no te quiere» y se siente incapaz de ver las salidas, las opciones? ¿O ha visto amenazados los hilos invisibles que te unen a la familia, a la pareja, a los amigos? ¿O corrobora día a día la creciente verdolaga del materialismo ciego, el quítate tú pa’ ponerme yo, la incomunicación vertiginosa, apenas justificada por la mezquindad y el personalismo? ¿Quién no conoce a mil Fernandos medio irascibles, irresponsables, paranoicos, pero, en el fondo, generosos y nobles? ¿Quién no conoce a quinientas María Teresa posesivas, que hablan solo de sí mismas, y no ven nada más allá de sus apetencias y problemas?
De todo ello nos entrega cumplido reconocimiento este dibujo verista (nunca despiadado ni deprimente) de varias familias aquejadas por los múltiples conflictos que genera la obligatoria convivencia. Según leí alguna vez, hay teorías biológicas que explican ciertas dosis de violencia y conflictos en el reino de los animales superiores, cuando un número grande de individuos de la misma especie habita un espacio muy restringido. Seguramente la teoría aplica también para los seres humanos, sobre todo en las ciudades populosas, y el guión se despliega en torno a la infinitud de problemas que generan la estrechez habitacional, la escasez de medios y recursos, la crisis material que facilita declinaciones de orden ético. Pero quedarse con esta cara oscura del retrato significaría inadvertir la voluntad ennoblecedora, sin perogrulladas ni didactismos, que caracterizó a esta teleserie, capaz de poner a discutir a toda Cuba tres veces por semana, y además entregarnos momentos francamente estremecedores.
Habría que escribir un ensayo de muchas páginas para demostrar palmo a palmo cómo Rudy y sus colaboradores verificaron el milagro de sugerir las anteriores ideas, y otra decena de honrosas asociaciones, sin concederle grandes resquicios a la obviedad ni a las moralejas. A pesar de que al final se percibió algo así como un «castigo» para los egoístas, mientras que los mejores concluyeron su periplo entre sonrisas, perdones y comprensión inmanente, pocas veces se había visto en un dramatizado escrito en Cuba un tratamiento tan hondo, matizado y complejo de cada personaje, actitud, y manera de pensar.
De modo que, en cada uno de los 35 capítulos, se acrecentaba la sensación de que teníamos en pantalla gente común y heterogénea, ordinaria y excepcional, seres humanos con todo lo que eso significa en la Cuba de hoy. Los personajes masculinos, sobre todo, me parecieron mucho mejor escritos —quizá porque uno de los principales presupuestos temáticos parece ser el tema de la paternidad responsable— que los femeninos, casi todos diseñados más en bloque, para cumplir funciones de meras oponentes, auxiliares u objetos del deseo.
Nunca pude comprender por qué Vivian (Isabel Santos) se mantuvo todo el tiempo tan indecisa y atormentada, ni me pareció idóneo que los personajes de Broselianda y Blanca Rosa ostentaran tantos rasgos comunes y fueran al final «sancionadas» con el abandono de sus magnánimos y regenerados cónyuges. También creo que se reiteró en demasía la bronca entre Fernando y su vecino casi hermano, y la subtrama del hijo que regresó para exigir el reconocimiento de una familia totalmente ajena; se forzó hasta el límite de lo verosímil con tal de «conflictuar» al personaje de Raúl Pomares. La paternidad ignota y el hijo pródigo de ascendencia desconocida me parecieron guiños que emparentaron la teleserie con un tipo de melodrama ajeno, hasta donde sabemos, al estilo de Rudy Mora. Además, no voy a negar que el final resultó conmovedor, incluso hermoso, con la mayoría de los personajes en franco trance de mejoramiento, pero también debemos decir que ese epílogo en esencia idílico no podía siquiera avizorarse cinco o seis capítulos atrás.
Hablando de actores y actrices: Pasará mucho tiempo para que nos encontremos de nuevo, en televisión e incluso en cine, con un elenco tan poderoso, creíble, entregado a su labor, y convencido de la jerarquía cultural de su desempeño. Revalidó su categoría estelar, por supuesto, Fernando Hechevarría (me niego a discutir si la tartamudez es apropiada o excesiva, frente a un poder histriónico que bordea lo soberbio, en sus más altos registros). Raúl Pomares, Corina Mestre y Verónica Lynn supieron engranar a la perfección sus muy diversos estilos, en escenas que pudieran servir de clase magistral para quienes necesiten saber qué cosa es el arte interpretativo en sus acepciones más consumadas. Formidable trabajo, una vez más, de Broselianda Hernández e Isabel Santos, en el bordado de antiheroínas totalmente convincentes, tanto en el despliegue de la extroversión agresiva como de la vulnerabilidad pasiva. Sorprendió agradablemente el dominio total de Aurora Basnuevo y Edith Massola en claves dramáticas. Ambas magnificaron sus personajes con una riqueza compositiva que pasó por la elocuencia de las miradas y el trabajo con los tonos de voz. También se batieron como leones en la defensa de sus personajes Ketty de la Iglesia, Tamara Morales, Néstor Jiménez y Jorge Ferdecaz. Sin contar los momentos de culto que significaron las breves participaciones de Manuel Porto y Daisy Granados, o la presencia entrañable de Herminia Sánchez.
Todas las opiniones que en esta crítica aseguran las muchas virtudes de Diana probablemente serán aceptadas, solamente, por quienes intentaron entender, acercarse, dejarse llevar por la complicidad de una perspectiva ética, profesional y generosa. Quienes se negaron, atrincherados en el «no me gusta la cámara y la edición de videoclip», o en el «no quiero ver en televisión lo mismo que vivo todos los días», perdieron la oportunidad —como estuve a punto de malgastarla yo— de repensarse nuevamente dónde estamos parados, o sentados, o inertes, y cómo nos acercamos los unos a los otros, y nos tratamos cotidianamente, y qué tipo de mirada se precisa para desestimar la mentira complaciente como actitud factible ante la vida y ante el arte. Solo así, asumiendo los riesgos de la honestidad intelectual, se puede aceptar, comprender, e incluso amar, esta obra ilustre e imperfecta, una suerte de llamado a comprender nuestros defectos y derrotas, a erguirnos para tratar de avizorar dónde dejamos abandonadas ciertas virtudes, una proposición para seguir andando por los espinosos senderos del altruismo, el compromiso con la verdad y con la espiritualidad.
Cuando en los minutos finales de Diana Fernando se niega a hablar con una periodista sobre el agujero en la capa de ozono, pero articula brillantes respuestas sobre la lucha contra el decrecimiento poblacional, y le da la espalda a la cámara, con una niña cargada en cada brazo, no pude evitar sonreír con los ojos húmedos. Esa es, tal vez, la mejor y más limpia de las sonrisas aprobatorias que puede regalar este cronista.
1 comentario
Dario -
Espero les guste como a mí. Sé que el autor es bastante duro con la serie, pero bueno, como dicen, cada cual tiene su opinión ¿no?